Entre las múltiples cosas que tenía que yo hacer en SUGOI, había un grupo (sino todas) que cayeron en mis manos porque nadie las estaba haciendo, ocupados en sus propias cosas importantes que hacer. Ser el «jefe» de Club SUGOI era una de esas. En realidad yo no era jefe de nada porque todos ellos trabajaban haciendo exactamente lo que tenían que hacer y preferían que algunas cosas las haga alguien más. Osea yo. Y eso que otro debería hacer era, por ejemplo, atender los «casos especiales». Si, todos aquellos casos en que se necesitara a alguien que tomara una decisión que no afectara el desarrollo de las funciones, las proyecciones (eso de las proyecciones… ya les contaré…). Así que mientras los chicos de la Librería desplegaban el área administrativa de cobros y ventas, los de la oficina hacían lo mismo con el área técnica y yo me limitaba a fijarme que no necesitaran nada para hacer su trabajo. Y no solían no necesitarlo. Pero de vez en cuando resultaba que necesitaban también que yo hiciera de pararrayos de algún problema complejo y que necesitaría de una toma decisión. Y para eso estaba yo.
Fue en una «maratón de anime», lo recuerdo claramente. En Lima el club tenía tres grupos con la misma programación y uno más con una programación especial. Así teníamos ocupados los cuatro domingos del mes. Esa mañana, mientras los chicos entraban raudos a la sala de proyecciones de un viejo cine venido a menos, yo vi que por la calle una señora acompañada de la que con seguridad era su hija. Venían un poco como dudando de lo que estaban haciendo. La señora caminaba normal, de pinta como en sus cincuentas, con ropa dominguera sencilla y pulcra. Su hija venía en un buzo demasiado suelto, con el pelo recogido en una coleta. Probablemente una colegiala de quinto de secundaría. Pero el «problema» no estaba en sus fachas o en su actitud, El problema era, «lamentablemente», el rostro de la chiquilla.
La niña sufría de un caso muy severo de agnatia, una afección en la que falta una parte o la totalidad de la mandíbula, una malformación muy grave. En su caso ella no tenía casi nada de mandíbula y el lado izquierdo del cráneo deforme hasta la oreja, que también era una especie de muñón. Debo admitir que trague saliva. Una cosa es toparse con una deformidad así en la calle y verla de refilón con algo de morbo y otra muy distinta el saber que en segundos la ibas a tener frente a ti y controlarte para no mirarla fijamente iba a estar jodido. Puse mi mejor sonrisa y me acerque a ellas, cruzando los dedos de no originar un desastre con mi «mejor sonrisa». Clavadas en mi espalda sentía la mirada de muchas personas, mirando más allá de mis hombros a ese rostro maltrecho.
Su mamá fue la que me habló y me dijo lo obvio: su hija quería participar en la maratón y no sabían exactamente como hacer. Mientras yo trataba de concentrarme en la punta de la nariz de la mamá, la muchacha me miraba tranquilamente, seguro harta ya de momentos como éste. De una vida con momentos como éste que nunca dejarían de ser. Yo le expliqué todo lo básico de la función, su horario, organización y el tipo de material en exhibición, mientras caminábamos hacia la puerta. Luego le dije que no tenía ningún problema si deseaba ver la sala porque la función aun no empezaba así que pasamos un momento… obviamente la señora, con mucho aplomo pero con algo de preocupación me hizo todas las quisquillosas preguntas que podía. En este momento la que ya estaba empezando a perder la compostura era la chiquilla… como supongo le debía haber pasado también innumerable cantidad de veces. Y en ese momento hice lo que se suponía que tenía que hacer ahí: le dije que si ella deseaba el club la invitaba a estar gratis en la función con su hija por el tiempo que deseara para que esté tranquila, sabiendo que ella estaba en un ambiente seguro. La señora se me quedó mirando un microsegundo para adivinar si tenía algún tipo de condescendencia por la deformidad de su hija, pero yo por eso había escogido la palabra «seguridad». Así que cuando al atmósfera se relajó ella aceptó. Le pedí a uno de los chicos del equipo de recepción y acomodo que las pusiera en un buen lugar y salí volando al baño a refrescarme la cara.
Mientras escribo estas líneas recuerdo ese rostro vívidamente. Y pensaba que de no ser por la deformidad ahí debería estar una sonrisa de muchacha normal y en sus quince, queriendo ver anime como un preciado hobbie. Y pensé que la sonrisa si estaba ahí, solo que todos no la veíamos de lo concentrados que estábamos en la deformidad. Ya más ecuánime salí cuando la función ya había empezado y en la oscuridad me aseguré que madre e hija estaban bien. Eso era todo lo que podría hacer, lo que el club podría hacer por ellas. Terminado el primer bloque, la mamá me dio el alcance en la puerta, en donde yo solía estar con el resto del personal matando el rato, conversando o comiendo algo y me pidió algunos datos adicionales, cómo a que hora volver por su hija, y se despidió más tranquila. Y es realmente aquí donde esta historia empieza en realidad.
Porque a la hora en que acabó la función y yo ya divisaba que la mamá venía caminando por la avenida, salio nuestra heroína bien campante de la función… ¡con dos muchachas más! ahí me pude percatar que a pesar de su deformidad podía parcialmente pronunciar y hacerse entender. Y estas dos nuevas amigas, claramente «otakus» curtidas en mil batallas, le iban llenado la cabeza de datos y resúmenes de lo que habían visto. La seguí con la mirada y una media sonrisa en la cara. Eso si que no lo vi venir. E hice muy mal. Asumí que ella al ser como era tendría que ser una persona ensimismada y cerrada. Y resultó que era una chica amiguera como la que más. Los «ojos de plato» de su mamá eran un poema cuando les presentó a sus dos nuevas amigas y las cuatro se fueron quizá a comer algo juntas o simplemente a tomar el carro rumbo a sus casas. Y desde ese punto cada domingo me tomé el tiempo de esperarla. De no decirle ni tratarla como un caso especial, solo de saber que estaba segura con nosotros y que sus amigas cuidaban de ellas. Porque eso fue lo que pasó. En la siguiente maratón las amigas esperaron en la esquina a… (la verdad nunca me interesé en su nombre, aunque debo haberlo leído) y su mamá se las encargó a ella y vinieron rápido a hacer su cola. Y así cada domingo hubieron cambios en ella.
Que ya no el buzo, que ropa un poco más a juego, que un polo con un estampado (algo de Hello Kitty recuerdo…), que un moño por aquí, que algún pequeño detalle darky gótico como muñequeras, mientras el grupete ya eran de seis amiguchas, que entraban y salían a sus anchas a la función cargando mochilas, revistas e impresiones. Y les juro, les juro, que esa chica estaba sonriendo e iluminando todo a su paso. Ya la mamá ni venía, ellas solitas se mandaban y llegaban juntas y se iban juntas. Y algunas veces cuando pasaba cerca de mi por casualidad ella me hacia una pequeña venía con los ojos a la que yo solía responder con una sonrisa, satisfecho no de como había manejado el tema y sus resultados, sino de que ella encontrara realmente un espacio en donde había sido aceptada tal como era y podía estar cómoda. Acaba la función, todos se van, la gente de la librería berrea un rato mientras no les cuadra la caja, la de la oficina desarma todo lo que haya que desarmar y cuando ya toca irse, me voy caminando calladito, solo y tranquilo por la avenida. Quizá hasta el centro comercial Arenales, que quedaba a unas cuadras de este cine, quizá hasta la avenida Javier Prado que estaba más lejos pero el mejor camino a casa. Pensando. O con la mente en blanco. Por cierto, años después la vi al pasar en Arenales…. completamente cambiada y ya madura. No me reconoció… que más da… la vi al pasar, sola, metida en sus temas, con paso apurado, bien «arreglada»… y supe que todo estaba bien en el mundo, al menos por un rato.
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