En la edición #31 de Revista SUGOI, me tocó escribir este artículo. Y como suele pasar me pase de rosca y escribí de más. Mucho. Lógicamente a la hora de diagramar la revista hubo que meterle cuchillo al texto, empezando por mis bromas tontas y mis conocidos circunloquios. Pero para no quedarme con la inquietud dejé ese texto completo para que mucho tiempo después del lanzamiento de la revista, poder ponerlo aquí en el blog. Y allí vamos (puede ser que este sea el texto más largo que haya puesto en el blog jamás y no puedo prometer que no va a volver a ocurrir que conmigo nunca se sabe). Ah, y que conste que escribí este texto mucho tiempo antes de que Netflix consiguiera un tremendo éxito con el live action de One Piece. Con el cual, curiosamente, se confirma lo que explico aquí.
En abril de 1998, de la mano del director Shinichiro Watanabe, el estudio en ascendencia Sunrise, financiada por la productora Bandai Visual, con la genial composición musical de Yoko Kanno y el trabajo creativo del equipo que firmó con el seudónimo de Hajime Yatate, el anime nos regaló, en medio de una temporada en que muchos género estaban siendo “revividos”, a Cowboy Bebop (Kaubōi Bibappu), un policial negro espacial, con lo último de la animación en su momento y una banda sonora ecléctica que se terminó convirtiendo en una de las mejores que jamás haya tenido el anime. 26 episodios le tomó a Cowboy Bebop el pasar a la historia.
Ambientada en el año 2071; la serie trata acerca de las aventuras, desventuras y tragedias de un grupo de cazarrecompensas que viajan a bordo de la Bebop, su nave pesquera espacial, a través de los asentamientos humanos en el sistema solar, a donde la humanidad tuvo que huir tras dejar parcialmente inhabitable la Tierra tras un accidente con la propia tecnología que les permitió abandonar el planeta: las puertas espaciales. Cowboy Bebop explora temas filosóficos como el existencialismo y su vacío, la soledad y las influencias del pasado, la redención y el cambio de vida, y la inutilidad que puede significar intentar huir de lo “predestinado” o encontrar respuestas a lo vivido, a la vez que aporta secuencias de acción e incluso de comedia, en un muy medido cóctel que no deja indiferente a nadie. Un clásico que ha envejecido como el buen vino y aun se puede ver como si lo acabaran de estrenar. Lo curioso es que ya en los tiempos en que Cowboy Bebop fue producido estuvo a un pelo de no ser estrenada, y de hecho su primer pase por la tele, a través de la señal abierta de TV Tokyo fue “cancelado” y solo se llegaron a pasar los episodios 2, 3, 7–15 y 18 por ser considerados los contenidos de los otros como “inadecuados” (la “corrección política” ya estaba empezando a dar sus primeros pasos). Pero a finales del año, la señal de cable satelital WOWOW compra los derechos de la serie y la pasa integra y sin recortes y la crítica la aplaude de pie. Volveremos a este dato que es anecdótico pero que demostrara ser relevante y casi diríamos premonitorio. Desde ese punto en adelante la serie conquistó el mundo, pero siempre desde un formato de transmisión que aun lucía nuevo: la televisión por cable, en horario nocturno, con advertencia y siempre con rotundo éxito.
Inicialmente ver televisión significaba ver los canales gratuitos (la “señal abierta” que le dicen ahora) que tu país ofreciera. En ellos se programaban contenidos comprados a otras grandes televisoras de otros países y en la práctica terminabas viendo los conocidos “refritos” o “enlatados”: programas que fueron muy exitosos un par de años antes en otros países y que luego eran doblados, recortados, mutilados y empacados para ser vistos en otras latitudes. Algunas veces llegando a ser programados inconclusos, sin opción a reclamo (porque en el fondo no se quería gastar más en enlatados o porque simplemente no había más para comprar). Y es que lo de “televisión gratuita” era una inexactitud: era gratuita en el sentido que bastaba que tuvieras una tele, una antena (de “conejo” o de “techo”) y la prendieras para ver “sin pagar” lo que pudieras captar. Pero el negocio no estaba ahí, en lo que veías, sino en lo que te “forzaban” a ver, es decir en las tandas comerciales (a razón de unos diez minutos de programa y unos cinco de “comerciales”, promedio). Allí, si tu programa era un éxito las compañías pagaban por poner avisaje que tu tenías que tragarte así no quisieras (hasta que el “control remoto” inventó el “zapping”, pero esa es otra fábula). Pero la tecnología no se detiene y los saltos eran cada vez más rápidos y continuos. Muchos pueden decir hoy quien inventó la radio, la electricidad, el teléfono pero son muchos menos los que pueden decir quien trajo la televisión a las casas, las reproductoras de video, la PC o lo teléfonos celulares. O en qué momento la “televisión por cable” cambió por primera vez las reglas de juego de manera definitiva, “matando” en el proceso el alquiler de películas y reformateando la venta de las mismas, centrándolo en el valor agregado, los famosos extras que solo encontrarías si la comprabas en su formato físico. Osea las “cochinaditas” que te venían con el DVD original, como una card o un póster.
Si la “señal abierta” era gratis porque veías comerciales en una limitadísima cantidad de canales, la televisión por cable ofrecía muchísimos menos comerciales y una gama de canales que sobrepasaba el centenar. De todo tipo y de todas latitudes. Canales de solo música, películas, documentales, dibujos animados (además de los canales de señal abierta). Con una gran calidad de video y audio y por los que solo tenías que pagar una tarifa fija. Como ya pagabas por tenerlo no era tan importante que te pasen comerciales. Además con contenidos frescos y que podían llegar hasta el espectador solo a meses o semanas de sus estrenos originales e incluso doblados a nuestro idioma. Lógicamente “el cable” se masificó y forzó a las televisoras locales, incapaces de producir mejor contenido, a buscar enlatados cada vez más raros (como novelas turcas o coreanas) a la vez que desprenderse de cualquier cosa que el cable ya explotara efectivamente (como documentales, series o dibujos animados) para centrarse en “realities” con personajes nacionales, programas de espectáculos de la farándula local o los infaltables noticieros. Y en medio de eso mundo apareció Netflix.
No es como si no se hubiera intentado antes. La aparición y masificación del internet tuvo uno de sus muchos retos exitosos en la idea de colgar contenidos y que la gente vea como los consumía, a su criterio y gusto. Esto originó más de un problema en tema de los derechos de autor, a la par que la calidad disponible era mediocre tirando para mala (y esa es una fábula aún más grande y ambigua). Así que para 1997 Netflix ya sabía que el tema era un problema de desarrollo tecnológico principalmente y que cuando esto inevitablemente se solucionara por la necesidad, el internet estaría lista para devorar a la tele. De hecho, a devorarlo todo. Pero Netflix al principio era solo otra cadena de alquiler de DVDs, por correo postal, un mercado que empezaba a estar medio muerto, como ya vimos, con la llegada del cable, quien solo te pedía ser paciente hasta que ellos compraran los derechos de la película que querías ver y te la ofrecieran “gratis” (que aquí debe entenderse gratis dentro del pago mensual que ya estabas haciendo). Para 2007 Netflix está lista, y la tecnología también, para empezar su experimento de “video bajo demanda” en USA y exclusivamente para ser usado en computadoras. La compañía en ese momento ya realizaba “minería de datos” (testear y seguir las actividades de sus usuarios para ofrecerles más contenido similar, y de manera personalizada, al que consumían y se queden enganchados más tiempo) en un servicio que ofrecía cero comerciales y la total libertad de decidir en qué momento ver lo que querías ver, las veces que quieras, dejar de ver si no te interesaba y sin comerciales que te distrajeran. Al principio las cadenas de cable se lo tomaron a broma, pensaron que era una pésima idea por las necesidades tecnológicas y los costes de armar un catálogo enorme bajo un solo pago mensual y sobre todo por la ausencia de comerciales. Pero se equivocaron: Netflix dio a luz el “streaming” y este nacimiento cambió la tele por segunda vez y para siempre. Para 2016 este nuevo esquema de negocios había copado el mundo con excepción de la región de Crimea, y los territorios de Corea del Norte, China Continental, Irán, Irak y Siria. Y muchas compañías se ponían, tarde, en la línea de partida de una carrera que hacía rato había comenzado. Al final del primer trimestre de 2020, la plataforma contaba con unos 183 millones de clientes en todo el mundo, la mayoría fuera de Estados Unidos. Es decir 183 millones de equipos electrónicos y puede que tres o cuatro veces más en el número de espectadores reales.
Y aquí llegamos al punto de colisión: Netflix empieza a acumular tanto poder económico que decide que no necesita ser solamente un “comprador de productos de Estados Unidos o éxitos europeos”, que de hecho puede producir sus propios contenidos, con su plata, y que puede ir por todo el mundo comprando éxitos regionales y empezar a doblarlos a todo tipo de idiomas y meterlos en diferentes mercados. Que incluso, ¿por qué no?, llevar a su plataforma cosas completamente exclusivas, como películas que se atrevieran a competir en los “óscares” a pesar de no haber sido “estrenadas oficialmente” en los cines. Y uno de los primeros lugares a donde se le ocurrió mirar fue al boyante industria del anime japonés. Allí Netflix confirmó algo que de seguro ya sabía: que había mucho que comprar, mucho en que invertir para producir y que existía algo con lo que podía investigar: los live-action. Para decirlo en términos sencillos: en Japón un live-action es la versión hecha por actores reales, personas de carne y hueso, de un anime exitoso. Ya sea para la televisión, el cine e incluso el teatro. Fuera de Estados Unidos, esta idea recibe el nombre de “adaptación” y puede incluso nacer desde libros. Pero aquí Netflix se toparía con su primer problema: el live-action en Japón aparece mucho pero es considerado “cine de consumo casero” por lo que su calidad y ejecución está en función del mercado al que está dirigido y esto hacia que no funcionara fuera de Japón, en donde actuaciones muy acartonadas y subrayadas, además de monstruos a los que se les veía el cierre del disfraz no cuajaban. De hecho ni siquiera cuajaban algunos temas típicos como las peleas de robots gigantes o desenfrenados esfuerzos deportivos. Así que ni corta ni perezosa decidió que ella iba a hacer sus propias producciones live-action, de la mano de su filial japonesa y que las iba a crear sobre la idea de que sean visibles en cualquier parte del mundo.
En este punto puede discutirse si eso fue o no una buena decisión. Y esa discusión va a tener que admitir que a nivel de producción los live-action en que ha estado directamente involucrada han tenido mayor presupuesto y acabado que los que pudo haber comprado directamente en Japón (porque de hecho compró alguno de los mejor hechos, como las películas de Rurouni Kenshin). Y que al mismo tiempo acomodarles la historia para que sean tragables en todos lados (aunado a una fuerte tendencia de Netflix con cumplir con agendas que eviten que sea rechazada o señalada) hicieron que los cambios dramáticos en las historias sean rechazados de plano. Pero Netflix siguió intentando y siguió cometiendo errores y aprendiendo, y gastando plata que le sobraba para darse con ganas un nuevo portazo a la cara. Y nadie entendía porque era tan terca, por qué no dejaba el tema a un lado. Y para responder a esa pregunta llegamos al live-action de Cowboy Bebop, el clásico del anime que fue salvado de morir antes de haber nacido por la señal de cable y que a la fecha goza del inadecuado privilegio de ser uno de los live-action más caros hechos por ellos, más esperado, que dominó durante su semana de estreno como lo más visto de la plataforma en todas partes, empezando por Estados Unidos y que fue cancelada una nueva temporada en su tercera semana de exhibición y que pese a eso la plataforma te anima a ver dentro de la minería de datos que hace con sus espectadores. ¿Qué cosa paso aquí?
En cierta medida, el live action de Bebop es el live action perfecto. Así de simple. Tan perfecto que es perfecto en todo lo bueno y todo lo malo que ofreció. Perfecto en tener a la propia Yoko Kanno en la banda sonora, a Shinichiro Watanabe como consultor asociado (aunque el después -de cobrar- se desentendió del todo del tema), en la adaptación del material, la sobrecarga de “easter egg” que tiene para los fans del anime e incluso en el cast multirracial y las adaptaciones del caso (como una Faye Valentine menos sexy y en un traje más funcional que le permitiera correr y agarrarse balazos sin que se le caiga el “top” en los primeros veinte metros de balacera). Imperfecto en acercarse a veces de manera muy directa a una adaptación completa de lo visto en el anime (como el insufrible cuello levantado de la camisa de Spike) o la chirriante “imitación” que vemos de Ed en los últimos minutos del último episodio, la cual demuestra que los fans no tienen la razón: un cosplayer no es un buen actor porque una buena foto en un cosplay muy elaborado no es un aval que ese personaje se vea bien en movimiento.
Pero nada de esto le importa a Netflix. Intentó hacerlo lo mejor posible esta vez, como le dijeron que debía hacerse, lo hizo, no le funcionó y lo dejó atrás sin dudarlo. ¿Por qué?: lo llaman “economía de cola larga”. Esté término (en inglés “The Long Tail”) fue una expresión popularizada por Chris Anderson en un artículo de la revista Wired de octubre de 2004 para describir determinados tipos de negocios y modelos económicos tales como Amazon o directamente Netflix. Anderson elaboró el concepto en su libro “The Long Tail: Why the Future of Business Is Selling Less of More”. La larga cola es un modelo de negocio que desmitifica modelos tradicionales en los que se enseñaba que los productos que se deben vender son los que tienen mayor rotación. Aplicado a Netflix funciona así: Netflix no necesita tener en la punta de la ola 100 producciones súper exitosas, carísimas, novedosas, de estreno, atrayendo clientes como un faro. No. Lo que necesita son diez títulos que llamen mucho la atención. O que llamaron mucho la atención en su momento (como “Betty, la Fea”). Pero mucho mucho mucho muy populares. De tal manera que la gente se suscriba a la plataforma y satisfecha de ver lo que quería ver se quede a ver un poco más de lo que Netflix le va a ofrecer. Por eso los suscriptores recibimos correos advirtiéndonos que tal o cual película que nos podría gustar ha llegado a la plataforma, o se nos sugieren títulos apenas vemos el último episodio de la serie que acabamos de terminar de ver, y que curioso, son cosas que no son muy populares pero que responden directamente a nuestras preferencias. “¿Viste Bebop? ¿Te gustó?” te pregunta Netflix… y luego te dice “tal vez te interese ver la serie de anime original ¿o algo más de ciencia ficción u otro policial? ¿¡y qué tal más anime!? porque tengo mucho de eso para ver”. Así se origina una larga cola al lado de la punta de diez producciones hyper populares, repleta de contenido afines a tus gustos que de repente vas a querer ver, porque “caray, todo esto del cyberpunk me gusta” y como ya casi se te acaba el mes de membresía y también te han ofrecida «esa serie clásica de naves espaciales que ya no se ve por ningún lado»… «y todos mis amigos están hablando de esa otra serie, escandinava, que no se presentó con bombos y platillos pero dicen que es extraordinaria… vamos… me quedo (pago) un mes más”. Así funciona el negocio para Netflix: no por lo que has venido a ver, sino por lo que te vas a quedar a ver luego de que termines de ver lo que viniste a ver, que de repente no es tan bueno ni popular pero a ti te gusta y eso es lo único que importa.
Y ese es el “problema” que tuvo Bebop, que en realidad gustó y mucho, que en general la crítica fue muy auspiciosa, que como es lógico tuvo su enorme dosis de fans haters y boicoteros, que tuvo una semana de estreno fabulosa en que todos los que estaban la vieron y muchos llegaron solo para verla. Y luego se desplomó y pasó a formar parte rápidamente de la “larga cola” en vez de quedarse en los primeros diez puestos por lo menos un par de mesecitos, que es lo que se esperaba de ella. Que no era una mala serie, solo no se comportó como se esperaba de ella. Fue el fulgor de un cerillo al encenderse y luego solo algo de calor y humo. Y Netflix lo tiene claro: para hacer dinero, todo, para hacer feliz (o infeliz) a los fans, nada. Lo que ellos quieren son espectadores enganchados. Y en ese punto empezar a gastar dinero en la preproducción de una segunda temporada era lógicamente más caro que simplemente cancelarla y la canceló, ya que una segunda temporada hubiera corrido el mismo destino en el mejor de los casos. Y cuando Netflix trabaja en una serie lo hace pensando en un mínimo de cuatro temporadas (lo suficientemente corta para que los recién llegados se animen a verla, pero lo suficientemente larga para el usuario promedio se tome más de un mes de terminar de verla toda. Un equilibrio que busca que nadie se desanime de empezar a verla… (¿alguien duda que One Piece es el anime shonen de combate más exitoso de la historia? ¿Y cuántos están dispuestos hoy de empezar a ver sus más de mil episodios?). Sin pensarlo demasiado. Sin pena ni gloria. Negocios son negocios. Y Bebop puede que se pase años en la larga cola, pero puede que todo el hype en su alrededor haya sido el factor que terminó por sentenciarla. De un momento a otro un producto tan de nicho dejó de verse en una rápida caída y Netflix entendió que lo había hecho bien, pero que esa tampoco era la fórmula que estaba buscando. Y que sin ninguna duda seguirá buscando.
Y así acaba esta curiosa fábula, la principal, de como se pueden hacer las cosas tan bien y que sea eso lo que haga que todo salga mal. De cómo una serie de anime se merecía una adaptación decente al live-action, la obtuvo en medio de un gran interés y respaldo y fue cancelada apenas empezó a recorrer el camino. Ya no sabremos, es lo más altamente probable, en que acaban, como se resuelven, todos esos cambios argumentales tan interesantes que la serie propuso. Y que hacía válida la idea de ver una segunda temporada. Ya no, simplemente porque una vez más el exceso de entusiasmo de los entusiastas y el poco de los que no les interesaba una historia como esta, fueron los que tiraron los dados de la jugada final. Jaque mate.
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