Leer a Charles Bukowski es una experiencia única. Única porque lo mismo le da hacerte sonreír con sus cavilaciones, que usar esas mismas cavilaciones para hacer pedazos tu endeble sensación de realidad. Y de felicidad. Fue una persona que no solo bajó al infierno, sino que tuvo la osadía de volver para contarnos que tan mal, no estuvo. Y le gustaban los gatos. En general todos, pero en particular uno, uno suyo, a quien le dedica un desgarrador poema para explicarnos como se topó con un alma combativa que en cierta medida contradecía lo que el pensaba de la vida. Y que necesitaba ser contradecido para creerlo con más fuerza. A juzgar por la historia, los gatos y los escritores suelen llevarse muy bien. Que los gatos sean silenciosos, autosuficientes y distantes, parecen ser atributos que calzan con los hábitos de una persona que tiene el escribir como pilar de su vida. Aunque también habría que decir, que tal y como Bukowski nos cuenta en este poema, son los gatos los que llegan a la vida de uno y no uno el que los trae. Cuando un gato entra en tu vida es específicamente porque es lo que tenía que ocurrir, pienso yo. A diferencia de otros textos, “Historia de un duro hijo de puta” es un texto relativamente poco conocido, pues aunque ya había sido publicado con anterioridad, recuperó relevancia en octubre de 2015, cuando la editorial Canongate editó un libro en el que incluyó material hasta entonces inédito del escritor que tenía como temática común a los gatos. Sin más, este es el poema:
La historia de un duro hijo de puta
Vino a la puerta una noche mojado flaco golpeado y aterrado
un gato blanco bizco sin cola
lo entré y alimenté y se quedó
empezó a confiar en mí hasta que un amigo subió por mi calle
y lo atropelló
llevé lo que quedó a un veterinario que dijo, “no mucho
por hacer… dele estas píldoras… su columna
está destrozada, pero estuvo destrozado antes y de algún modo
se arregló, si vive nunca caminará, mire
estos rayos X, ha sido disparado, mire aquí, los perdigones
están aún ahí… también, una vez tuvo cola, alguien
se la cortó…”
me llevé al gato, era un verano caliente, uno de los
más calientes en décadas, lo puse en el suelo
del baño, le di agua y píldoras, no comió,
no tocó el agua, yo sumergía mi dedo
y mojaba su boca y le hablaba, no me movía
de casa, pasé un montón de tiempo en el baño y hablé
con él y lo acaricié suavemente y el me devolvía la mirada
con esos ojos bizcos azul pálido y cuando los días pasaron
hizo su primer movimiento
arrastrándose con sus patas delanteras
(las de atrás no funcionarían)
lo hizo hasta su cama
trepó y se dejó caer,
fue como el canto de una posible victoria
celebrando en ese baño y en la ciudad, yo
le conté a ese gato –yo lo había pasado mal, no así
de mal pero bastante mal…
una mañana se levantó, se paró, se cayó y
sólo me miró.
“tú puedes,” le dije.
siguió intentando, levantándose y cayendo, finalmente
caminó algunos pasos, estaba como un borracho, las
patas traseras no querían hacerlo y volvió a caer, descansó,
luego se levantó.
ya sabéis el resto: ahora está mejor que nunca, bizco,
casi sin dientes, pero la elegancia regresó, y esa mirada
en sus ojos nunca se fue…
y ahora a veces soy entrevistado, quieren escuchar acerca
de la vida y de literatura y yo me emborracho y sostengo a mi bizco,
disparado, atropellado y desrabado gato y digo, “¡miren, miren
esto!”
pero ellos no entienden, ellos dicen algo como, “¿usted
dice que ha sido influenciado por Céline?”
“no,” yo sostengo al gato, “¡por lo que pasa, por
cosas como esto, por esto, por esto!»
sacudo al gato, lo sostengo
en la luz con humo y alcoholizada, está relajado, él sabe…
es entonces cuando las entrevistas terminan
aunque estoy orgulloso a veces cuando veo las imágenes
más tarde y ahí estoy yo y ahí está el gato y somos fotografiados juntos.
él también sabe que todo son estupideces pero que de algún modo todo ayuda.
[…] curiosa serie de TV Ramen Akaneko, en la que un grupo de gatos dirigen un restaurante de ramen (muy…